La semana pasada [04 de noviembre] el ejército colombiano mató a 'Alfonso Cano', entonces líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. Muchos sostienen que este es otro paso importante hacia el final de casi cinco décadas de conflicto armado que ha producido unas 150.000 muertes, 4.000.000 desplazados/as y miles de secuestros y desapariciones forzadas. En realidad nadie sabe a ciencia cierta cómo terminará este conflicto.

Después de los últimos intentos fallidos de negociaciones en 2002, el gobierno lanzó una guerra total contra la guerrilla de las FARC. Pero la victoria sigue siendo difícil y el presidente Santos no ha descartado volver a entablar conversaciones de paz. Lecciones de Sri Lanka y Chechenia muestran que la presión por una victoria militar completa tiene un costo alto en términos de democracia y derechos humanos.

La triste ironía es que Cano fue probablemente el más idóneo en las filas de las FARC para llevar los insurgentes a la vida civil. Miles de hombres armados sin liderazgo político son probable una mayor amenaza para el país que una fuerza insurgente con un discurso político, no importa cuán desprestigiado esté. Impulsados por el dinero de las drogas, las bandas delictivas se están extendiendo, a pesar de un aumento masivo de las fuerzas militares.

Se necesitan procesos democráticos e incluyentes

Para lograr la paz, Colombia necesita repensar su enfoque. El primer paso es volver a enmarcar el proceso de paz: el tiempo para resolver los problemas estructurales en una mesa de negociación ha pasado. Esto se hace eco de los acontecimientos en lugares como el País Vasco: la gente no aceptaría que las decisiones sobre el futuro del país sean tomadas por un número limitado de representantes gubernamentales y rebeldes. Hay una expectativa de un proceso más incluyente y democrático de cambio político.

En segundo lugar, existe una necesidad de ampliar el análisis del conflicto. Las insurgencias son sólo el síntoma más visible de un conflicto analizable en varias capas y niveles. Estamos ante una mezcla compleja de actores criminales vinculados a la seguridad política, e intereses corporativos que se benefician del statu quo actual y se opondrán a cualquier cambio.

Muchas personas en Colombia nunca han experimentado un estado de derecho y rendición de cuentas a los gobiernos locales. La creciente presencia de empresas extractivas de minería está creando nuevos conflictos en áreas ambientalmente sensibles y en las tierras ancestrales indígenas. Las corporaciones internacionales todavía tienen que recorrer un largo camino para demostrar que su presencia es realmente beneficiosa para la sociedad en general.

Un tercer paso es trabajar por una comprensión compartida de las raíces del conflicto y una visión común de un futuro mejor. Las fuerzas rebeldes sin duda tienen apoyo social limitado. No obstante la desigualdad sigue siendo una de las más altas del mundo, y mucha gente sigue reclamando los derechos fundamentales a la vida y la dignidad.

Anhelos comunes de cambio

El país podría beneficiarse de una consulta amplia e incluyente para redactar una política nacional de paz y desarrollo, como lo hizo Filipinas en 1993. Los desacuerdos sobre los problemas y las soluciones persisten, pero la mayoría de la gente comparte una visión común: la necesidad de cambio.

Lo anterior es terreno fértil para volver a enmarcar la actual brecha entre las élites y las/os excluidos/as, un lugar para promover alianzas entre los que creen en los valores democráticos y los centros de poder tradicionales.

Recientemente vemos signos de esperanza. En junio de este año, el gobierno aprobó una ley que por primera vez reconoce la responsabilidad del Estado en la protección de los derechos de las víctimas: la Ley de Víctimas es un hito en un país afectado por el conflicto. La restitución de tierras a millones de campesinos/as desplazados/as por la fuerza es ahora una prioridad nacional. Al mismo tiempo, la victoria del ex guerrillero Gustavo Petro en las elecciones municipales de Bogotá el mes pasado es una señal de la inclusión política, con el potencial de desencadenar la reconciliación nacional tan necesaria.

La construcción de paz implica tiempo y persistencia

Otros indicadores son más alarmantes. Amenazas y asesinatos de defensores/as de derechos humanos, líderes sociales y políticos de oposición son una realidad endémica. El clientelismo y el parasitismo de las instituciones democráticas siguen siendo fuertes. Los conflictos armados y la militarización tienen polarizada a la sociedad mientras la violencia está normalizada en la percepción colectiva. Sumado a ello, los movimientos sociales siguen siendo estigmatizados como cercanos a la guerrilla.

Muchos continúan afirmando que lugares como Colombia, Oriente Medio y Cachemira están condenados a la violencia. Pero entonces nadie anticipó que décadas de viejas dictaduras en el norte de África, pudiesen y debiesen caer.

No hay recetas fáciles para construir la paz. Por lo tanto, es vigente y relevante la necesidad de seguir probando enfoques innovadores e incluyentes, en Colombia y en otros lugares. La comunidad internacional tiene un papel crucial a la hora de apoyar y legitimar a veces este tipo de iniciativas.