Kristian Herbolzheimer, Director de programas para Filipinas y Colombia. Este artículo apareció originalmente en El Tiempo

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Gobierno y Farc emprendieron un nuevo intento para poner fin al conflicto.

El proceso de paz que han planteado el Gobierno y las Farc es innovador y acertado: agenda y tiempos acotados, discreción y el principio de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”.

El diseño sugiere también una visión innovadora sobre los espacios y los actores de paz: en La Habana los actores de la guerra discuten cómo poner fin a la misma. En Colombia se abre la participación a toda la ciudadanía para concertar los cambios políticos y económicos que permitan una paz “estable y duradera”. Las partes parecen haber aprendido de los errores del pasado, al tiempo que han desarrollado una visión más realista y humana sobre los límites de la guerra.

Sin embargo, persisten inquietudes y preguntas sobre la sinceridad, las capacidades y la legitimidad de las partes; así como la oportunidad, los tiempos, los actores y los alcances del proceso.

Probablemente nadie tenga respuestas concluyentes, empezando por los propios protagonistas de las negociaciones.

Al fin y al cabo, un proceso de paz es un viaje con un objetivo claro – dejar atrás la confrontación armada y construir un escenario más justo para más personas–, pero con un rumbo incierto.

No hay mapas para este viaje. Las experiencias acumuladas y los ejemplos internacionales son apenas referentes. Cada nuevo intento de negociación debe trazar su propia ruta.

Cuando las partes deciden iniciar un proceso de negociación están tomando serios riesgos y ponen en juego su futuro político. Si logran los objetivos serán saludados como héroes y el país gozará de un renovado optimismo. Si fracasan se cierra una ventana de oportunidad, tal vez la última.

Compromiso amplio

Gobierno y Farc (y el Eln, si se suma) comparten entonces una inmensa responsabilidad. Pero el país no se puede desentender del reto que implica poner fin al conflicto más prolongado de América. La paz no llega con la firma de un documento, sino con la movilización y el compromiso nacional. La construcción de paz no se puede delegar.

Las múltiples iniciativas de paz que han surgido en los últimos meses son esenciales. Impulsadas por las negociaciones, movimientos sociales, ONG, universidades, alcaldes y gobernadores, las comisiones de paz del Congreso, etc., se han volcado en actos para debatir y proponer cambios para un país mejor. En esta ocasión, Naciones Unidas juega un papel más discreto que durante el proceso del Caguán, ofreciendo apoyos técnicos a petición de las iniciativas nacionales.

El proceso responde así a una tendencia global de reducir el peso político de los internacionales e incrementar el protagonismo –y, con él, la responsabilidad– de los actores locales.

Este renovado activismo por la paz a ratos parece errático, caótico, sin un norte visible. Es inevitable. La ruta de la paz no está definida, será el resultado de una construcción colectiva y del consiguiente forcejeo entre propuestas no siempre complementarias. La distancia física nos ofrece a los observadores externos una perspectiva privilegiada: vemos un paisaje completo y no tanto los aparentes obstáculos inmediatos. Lo que observamos, de momento, es alentador.

Un proceso de paz se puede comparar también con la creación colectiva de una obra de arte: una pintura con diferentes capas (de conflictos), colores (actores) y formas (de proceder).

Todas ellas necesarias para completar una obra única e irrepetible que no se puede apreciar en su conjunto hasta su conclusión.

Un nuevo imaginario

Intuyo que pocas personas alcanzan a imaginarse hoy lo que significaría vivir sin guerra. La mayoría de la población colombiana ha vivido toda su vida bajo los efectos del conflicto armado. Millones de personas han sido víctimas directas. El país entero ha tenido que ajustar su vida – sus hábitos, sus anhelos – a una realidad que parece un destino inevitable. El fin del conflicto abriría un horizonte nuevo, desconocido, un escenario de libertad. Un escenario que parece tan lejano que la mayoría seguramente lo considera una utopía.

Es fácil empezar una guerra. Es mucho más difícil terminarla. El mundo se explica de forma simplificada con visiones binarias: buenos-malos, demócratas-terroristas, oligarcas-oprimidos, los míos-los otros. La paz requiere un esfuerzo por reconocer la complejidad de las relaciones sociales, las propias miserias y los aciertos de quien milita en el bando contrario.

No es tan obvio como parece. Incluso, los procesos sociales y políticos que luchan por la justicia social con frecuencia caen en las prácticas excluyentes y sectarias que tanto cuestionan.

Un proceso de paz lleva a un cambio de paradigma. En las negociaciones los enemigos pelean con palabras y no con balas. Se miran a los ojos y no desde la distancia. Visten de civil, no de camuflado. Empiezan compartiendo café y, si el proceso avanza, se sientan a comer juntos. Con el paso del tiempo van reconociendo los rostros que se esconden detrás de las máscaras. Se van distinguiendo como seres humanos. Acaban deconstruyendo la imagen del enemigo.

En ese momento, el proceso llega a uno de los puntos más críticos. Porque no todo el mundo entiende y comparte la decisión de romper con la narrativa del pasado y proceder a elaborar un relato nuevo, incluyente, sin rencores. Como recuerda Gerry Adams del Sinn Feinn (Irlanda del Norte): “La negociación con los propios puede ser más compleja que con el enemigo”.

Del abismo a la esperanza

Un acuerdo de paz no va a resolver los problemas estructurales del país. Incluso, es posible que la violencia permanezca, como ha sucedido en Centroamérica. Pero sí crearía unas condiciones para enfrentar los retos colectivos con un nuevo impulso, desde la esperanza colectiva en un futuro incluyente.

La responsabilidad inicial en la travesía hacia la paz es del Gobierno y la insurgencia. Pero un proceso de paz es mucho más que un proceso de negociación, y depende del compromiso, la generosidad y la responsabilidad colectiva del país. El futuro es incierto. Está por construirse.

Si la guerra continúa, la degradación es imparable. Conviene llegar a un acuerdo con la insurgencia mientras mantenga una mínima disciplina interna. Colombia se encuentra en la frontera entre los conflictos ‘viejos’, motivados por ideología, con lo que Mary Kaldor llama las “nuevas guerras”, donde predominan la codicia y la rapiña. En la balanza militar el tiempo corre contra las guerrillas. En la perspectiva de la democracia, el tiempo corre contra todos.

Bogotá, Oslo y La Habana

El 4 de septiembre pasado, el presidente Juan Manuel Santos le anunció al país que comenzaba un proceso de paz con la guerrilla de las Farc. El 18 de octubre, en Oslo (Noruega), los negociadores de ambos lados lanzaron oficialmente el proceso. El 19 de noviembre comenzaron las conversaciones en La Habana y el tema de arranque fue tierras, que es el primer punto de la agenda; esta también incluye participación política, narcotráfico, dejación de armas y reparación de las víctimas.